“Uno debe entrar a un estadio de igual
manera que entra en una iglesia.”
Bill Lee (1946 ex lanzador zurdo en la MLB
Hay que transportarse a la época anterior a 1971 para tener una descripción de cómo era el gran estadio del Cerro entre 1946 y 1970, parque que visité cuando tenía apenas 3 años, recuerdo haber admirado el verdor de su césped, la combinación de colores que hacía con el área lisa sin yerba y su iluminación. Tampoco me olvido de la gritería de los aficionados, estadio lleno de habanistas y almendaristas, muy pocos simpatizantes del Cienfuegos y el Marianao.
Algo más del estadio, las gradas techadas estaban a lo largo de las líneas de los jardines derecho e izquierdo, con las preferencias detrás del home. Había también gradas del sol inmediatas a la cerca del jardín derecho. En los jardines izquierdo y central no había gradas, sí muchas vallas con anuncios publicitarios, una parte sobre la cerca en el jardín izquierdo.
La entrada en 1959 valía 80 centavos y 40 en las gradas del sol, en preferencias había que pagar 1,20 pesos, los niños acompañados de adultos no pagaban. También había entrada gratuita para niños, sin compañía de adultos, los domingos, pero para sentarse un área limitada en lo alto del lado izquierdo del estadio. Estuve una vez en preferencias con un tío venido de Nueva York, las butacas eran relativamente cómodas, nada que ver con las duras que existían en el 2010 cuando volví a visitar al estadio por última vez. También uno podía alquilar por 10 centavos un asiento metálico con espaldar para poderse sentar en las gradas.
El estadio de aquella época de los años 50 tenía su folclor, desde que uno entraba escuchaba la canción “Take me out to the ball game” en variante instrumental hasta que comenzara el juego. Las discusiones entre los “sabios” del béisbol eran acaloradas, pero medidas. Los vendedores de quiniela y apostadores no faltaban, estaban por doquier. No faltaban los vendedores del buchito de café, costaba 5 centavos. Había un moreno, achinado, que vendía perros calientes, todo un sabio del juego mismo de béisbol. Cuando los fanáticos criticaban a los árbitros, él los defendía. Decía cosas, así como “ellos están al lado de la jugada, se pueden equivocar, pero menos que todos Uds.” La otra figura simpática era el espigado Faustino Zulueta, más conocido como bicicleta, el recogedor de pelotas, siempre corriendo de un lado a otro tras la pelota que picara de foul.
La lluvia hacía acto de aparición cuando uno menos lo deseaba, si era fuerte, el juego se detenía y enseguida se tendía una lona que cubría todo el diamante, lo mismo que uno ve en los terrenos de béisbol de Grandes Ligas. Siempre se trataba de que el juego llegara a la quinta entrada. Si terminaba con lluvia en ese capítulo, se podía suspender el juego y el público para su casa, pero si se suspendía antes y por lluvia, había que devolverles el dinero de la entrada a los aficionados.
Con el pasar de los años, a partir de 1962, muchas cosas desaparecieron, como fueron las sillas metálicas y la lona grande para proteger el diamante de la lluvia. El folclor popular no se perdió, mientras que los apostadores estaban ahí. Fueron muchos peloteros sancionados por apuestas. El área de calentamiento en el jardín central desapareció cuando se reconstruyó el estadio en 1971. Hubo la “genial” idea de situarla soterrada y aledaña al dugout del equipo. Los mismos lanzadores y receptores no tardaron en quejarse. El ambiente cerrado no era el mejor para el calentamiento; que se sepa, en Grandes Ligas no hay estadio con esa área de calentamiento prácticamente cerrada. Por lo que se volvió a antes de 1956 y se reinstauró el calentamiento de los relevistas por los lados del terreno.
Ahora vamos a la pizarra. Tres años después de mi primera visita cuando niño, cuando ya conocía los números, veía como cambiaban la anotación en la pizarra. No me fijaba mucho en el conteo, pero sí cuando un equipo anotaba carrera. El cambio era manual, la pizarra era una más, parecida a otras en los EE. UU.
La pizarra estaba en el jardín central, montada sobre una baranda de mampostería, la que tenía un poco más de un metro de altura, mientras que el cuerpo de la pizarra, cálculos propios, pasaba de los 6 metros. Probablemente no llegaba a 10 metros entre baranda y pizarrra en total, pero andaba próximo a esa cifra. La distancia entre la pizarra y el home era de 400 pies. A partir de 1957 se instaló el área de calentamiento de los relevistas en el mismo jardín central mediante una cerca metálica para separarla del terreno de juego. Supongo que hayan movido la pizarra hacia atrás, pues la distancia por esa zona no varió, o sea del home a la nueva cerca metálica. Anteriormente los lanzadores calentaban en un área aledaña a la línea de foul y a su dugout. Cuando se instaló la cerca en el central, los lanzadores desde allá al montículo venían en un pequeño jeep, el cual también desapareció en los años 60.
Jonrones por el jardín central hubo varios desde ese entonces, a los lanzadores les encantaba fildearlos del otro lado de la cerca, pero ninguno de esos tablazos pasó por encima de la pizarra. Hubo verdaderos jonronazos en ese parque, los más recordados son los de “Borrego” Álvarez por el jardín izquierdo, el de Tony “Haitiano” González por el derecho en 1959, pelota que cayó en la parte alta de las gradas del sol y se fue a la calle, y el descomunal de Luke Easter en 1959, el que sí se fue por encima de las gradas del sol. A los más viejos los oía hablar de enormes jonrones de Roberto Ortiz. En la llamada Serie Especial de 1970, recuerdo uno kilométrico por el left center de Armando Capiró.
En juego oficial no hubo jonrón por encima de esa pizarra. No me enojo si alguien me corrige, pero sí puedo decir que hubo uno en juego de entrenamiento de la preselección nacional al torneo cuadrangular de México 1968. No tengo la fecha exacta y estoy lejos de la Biblioteca Nacional, donde sí podrían estar las copias de los diarios de la época. Sucedió en 1968 una vez finalizada la VII Serie Nacional (1967-68) ganada por el Habana dirigida por Juan “Coco” Gómez.
El batazo, único que conozca, fue obra de Eulogio Osorio como hombre proa de su equipo en la preselección. ¿Saben quién fue la víctima? Nada más y nada menos que Manuel Alarcón. Osorio era buen bateador, un experto en el toque de bolas, buen tacto y algún poder para llevar la pelota lejos en los jardines, bateaba muchos dobles, pero no fue un jonronero.
Así son las cosas, lo interesante fue que Alarcón no lanzó más después de ese juego. Comenzó a quejarse de dolores, hernia discal, intervención quirúrgica, por lo que no pudo hacer la selección a México, ni tampoco lanzar en las siguientes series nacionales. Pudo lanzar un par de entradas en la XI Serie Nacional, después, nunca más.
Esteban Romero
27 julio 2025



