“La mejor vida no es la más larga, sino
la más rica en buenas acciones.”
Marie Curie
Por Ricardo Labrada
Hay personas que merecen ser recordadas, los que no son necesariamente héroes o personajes legendarios de famosas novelas. Hay hombres normales, los que con su acción hacen del bien a los demás, y ese es el caso de la persona que quiero hablar y recordar.
Todo el relato se desarrolla en el barrio de San Isidro en la Habana Vieja. Antes se hablaba de este lugar para rememorar a Alberto Yarini, el macho de la barriada, el hombre deseado por las mujeres de ahí y de otros lares en la Habana.
La Habana Vieja hasta poco después de 1964 era un lugar con mucho ambiente comercial y paradójicamente habitado por mucha gente pobre. La población era una mezcla de negros, mestizos y blancos cubanos, la mayoría proveniente de otras provincias, a las que se añadía la flor y nata de los comerciantes judíos, casi todos de clase media, más otros ciudadanos venidos de la madre patria, entre ellos gallegos, vascos y catalanes. Los canarios eran más dados a trabajar en zonas rurales, donde poseían sus productivas fincas, por lo que estaban ausentes de esta población.
El número de bodegas (mercados alimentarios), puestos de viandas y frutas, y fondas en ese lugar era grande. Prácticamente había una bodega en cada esquina, por lo que la competencia por la clientela era enorme. Solo ganaban aquellos que mejor congeniaran con el bolsillo de la población, sobre todo vendiendo fiado (fiao como dicen los cubanos).
A inicios de la década de los 50 del pasado siglo, si uno bajaba por la calle Compostela desde Jesús María hasta la esquina, donde se inicia el callejón de Conde, solo dos cortas cuadras de largo, uno encontraba un total de tres bodegas, otra bodeguilla, dos fondas, una cafetería-restaurante y dos puestos de frutas. Había también una zapatería y una importante fábrica de hielo más una ferretería. Todo a lo mano, bastaba tener dinero para comprar lo que necesitara.
Desde niño me dieron la función en casa de hacer mandados, lo que es igual a hacer compras menores de alimentos. No llevaba dinero alguno, pero sí una libretica, donde el bodeguero anotaba lo vendido y el precio de cada mercancía. Cuando mi padre cobraba, él iba libreta en mano y le pagaba al bodeguero, a veces completo y otras un tilín menos.
Usualmente la bodeguilla de Agustín era la que yo más visitaba. Era un pequeño local, al lado de la fábrica de hielo ya mencionada, donde se vendían muchas cosas, incluso pan fresco de barra. Agustín era hermano de los dueños de una pollería enorme ubicada a una cuadra de su bodeguilla, en la calle Merced, casi esquina a Compostela.
Lo que Agustín no tuviera en venta y fuera necesario, se iba a comprar a una bodega que quedaba casi frente por frente, era la del gallego Fortunato, a quien también se le cogía fiao, pero menos.
Tendría unos seis-siete años cuando Agustín quebró. Por ley entonces todo el que quebrara se quedaba en eso, no podía cobrarles a sus deudores. Era una verdadera tragedia para el dueño saliente. El pequeño local se cerró, luego se dedicó a almacén, y casi toda la clientela de Agustín fue absorbida por Fortunato, el héroe de nuestro relato.
Hablemos de Fortunato, sabía que era gallego y me imagino que habría llegado a Cuba a mediados de la década de los 40. Ignoro si fue huyéndole al franquismo o por mejorar económicamente. Se había casado con una cubana. No tengo idea de cuándo adquirió su negocio para bodega, ya que desde que tuve uso de razón Fortunato estaba instalado allí.
La bodega era grande, tenía una parte trasera de almacén y con un refrigerador dentro, detalle que no olvido. Ya en el lugar de atención y venta al cliente, había un mostrador delantero para despachar mercancía, uno lateral izquierdo para el pan, mientras que en el extremo derecho había una barra para aquellos que quisieran tomarse una cerveza o un chupito de ron o de Terry malla dorada.
El detalle del refrigerador tiene que ver con un hecho que provocó risa entre los cubanos, en la que participó mi padre. A mediados de los 50, Fortunato había traído de Galicia a un muchacho joven para que trabajara con él. Se veía gente humilde. Mi padre llegó a la bodega en receso del mediodía y le pidió una cajetilla de cigarrillos, y al galleguito le dio por ir al refrigerador a buscarla cuando los cigarrillos estaban en los estantes a la vista de los clientes. Mi padre se impacientó, no sabía que el galleguito, el sobrín, estaba en funciones de búsqueda y no encontraba lo solicitado. Fortunato se apareció y le preguntó lo que deseaba, papi le respondió: “llevó rato esperando que tu pariente me dé lo que le pedí, una caja de cigarros”. Fortunato se viró y le dio la cajetilla. Papi no paró: “¿coño, adónde fue a buscarla?” y la respuesta no se hizo esperar: “En España se guardan en temperatura fresca”. Aquello causó una risotada en todo el local de la bodega. Años después un colega español de trabajo me lo confirmó. Pensábamos que el galleguito estaba equivocado o era un ignorante, pero no era así.
En Cuba, a partir de mediado de los años 60, hubo un programa televisivo muy visto por la población, se llamaba “San Nicolás del Peladero”, que incluso dicen que fue del gusto del Rey Juan Carlos, al que se le enviaban las cintas y luego los videos de este programa semanalmente para que los viera. Resulta que dentro del elenco de actores había un gallego, dueño de una farmacia, papel interpretado por el cubano Juan Carlos Romero, el que logró hablar con el mismo acento gallego que el conocido Fortunato, y donde también había un actor, cuyo nombre no recuerdo, de baja estatura, el que hacía el papel de sobrín del gallego. Vaya coincidencia, cada vez que los veía me recordaba a Fortunato y su pariente.
Fortunato era muy astuto en su negocio y les sacaba provecho a todos los espacios disponibles en la bodega. En el ángulo de la esquina de la entrada lateral de la bodega cedió un área de algo más de un metro cuadrado para que un bolitero instalara su caja de anotación de bolita, china, castillo y toda esa lotería de la época, pero a su lado estaba un asiento de limpiabotas, el que utilizaba Manolo el cojo (carecía de una pierna por accidente), bueno limpiando zapatos y también en las apuestas en béisbol y boxeo. Manolo soltaba el sillón en la tarde y de ahí se iba para el estadio del Cerro, donde fungía como corredor de apuestas.
La entrada de clientes para jugar lotería o limpiarse el calzado ayudaba a Fortunato a vender más bebida acompañada de aceitunas y galleticas, y daba la posibilidad a los clientes de jugar el cubilete, muy popular en los bares cubanos de entonces. Tampoco faltaba en otro ángulo la victrola, así que música popular del momento estaba a la mano, ponías un níquel (cinco centavos) y oías la canción de tu preferencia.
Oír hablar a Fortunato me resultaba divertido por su pronunciado acento gallego. Era una persona de muy buen carácter, casi siempre sonriente y bueno en sus negocios, pero con la diferencia que tenía un atributo muy especial, la bondad.
Fortunato de tonto ni un pelo, todo lo contrario, pero se hacía el de la vista gorda muchas veces cuando no le pagaban lo justo. Lo hacía porque muchas de esas personas llegaban a fin de mes a duras penas. Sabía bien que muchas veces le traían la libreta de anotaciones con números adulterados para pagar menos. Sin embargo, él se las dejaba pasar. Supongo que él diría tener suficiente y no debía presionarles o agobiarles más. Fortunato no fiaba en la bebida, él que quisiera tomar, tenía que pagar y de no hacerlo, no bebería más allí.
El gallego llegaba hasta prestar dinero cuando era para algo justo, lo puedo afirmar. Mi hermano y yo asistíamos a una escuela privada para niños de familias de bajos recursos, pero así y todo había que pagar. Sucedió que en 1957 mis padres se vieron imposibilitados de pagar la cuota de dos meses consecutivos. Aquello era una tragedia, mis padres estaban negados a mandarnos a estudiar en escuela pública, la que se consideraba de muy baja calidad, y la única solución que encontraron fue pedirle a Fortunato el dinero prestado, siempre dejando constar para qué era. El gallego sin chistar les dio el dinero necesario a mis padres y les dijo que pagaran la deuda a plazo, con algo adicional cada mes a lo que compraban en la bodega.
Fortunato gozaba de simpatías de toda la población en esa barriada y su clientela se mantuvo firme, no hubo deserción a otras bodegas cercanas, pero a inicios de 1959 sucedió algo inesperado, Fortunato vendía la bodega e iba de regreso para Galicia.
La noticia se esparció como la pólvora en el barrio y fue como un bombazo no muy asimilado por su clientela. Fortunato le vendió la bodega a otro español, del cual a uno le cuesta trabajo recordar. El gallego era un hombre de primera clase, y el nuevo, algo más viejo, no era de hacer amistades. Era todo un tacaño que comenzó a vender algunos granos con alteración en el peso a su favor. Le pedías una libra de frijoles y él te daba dos onzas menos por lo regular. Uno puede hacer esas trampas al inicio, pero siempre hay quien se da cuenta.
Volvamos con Fortunato, no pasó ni un año y regresó a Cuba, se le veía enfermo. No sé si estaba afectado por cáncer, la realidad es que se le veía con menos energía. Al gallego no le faltaba nada materialmente. Mucha gente quedó debiéndole y a su regreso comenzaron a pasarle sus quilitos, lo hacían con gratitud, era mucha obra buena la que había dejado a su paso en esa bodega, la que siempre se le conoció como la de Fortunato.
A finales de 1962 hubo una protesta masiva de la población de la barriada, donde acusaban al nuevo dueño de ladrón, pedían la confiscación de la bodega y que esta le fuera devuelta a Fortunato para que siguiera administrándola, lo cual el gallego no aceptó, tampoco en ese momento el gobierno estaba para caerle encima a las bodegas. Esa era una tarea prevista para realizarla posteriormente como todos sabemos. Así que el dueño de la bodega se quedó con lo suyo, pero con controles muy frecuentes, los que no le hacían ninguna gracia.
En buena parte de 1961 estuve ausente de la Habana, me había incorporado a la alfabetización, luego regresé en diciembre, y realmente no supe más de Fortunato. No sé si regresó a Galicia nuevamente, algo que dudo por su estado de salud, pero tampoco tengo idea en que mes y año murió.
Sea como sea, Fortunato quedó gratamente en mi memoria como lo fue en buena parte de nuestra familia y de otras muchas más en la Habana Vieja. Su bondad, su nobleza y buen carácter lo hacen ante mis ojos en la actualidad como un gigante de lo moral y cívico en una sociedad. Ni idea tengo que pensaba él en el orden político, me importaba poco, me basta con saber que era un ser humano muy solidario con los pobres.
Este artículo lo dedico a su memoria, personas como él sí merecen un busto de recordatorio y no a políticos que no han hecho más que alardear, mentir y robar.
1 abril de 2022
Una bella historia.
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